28 de septiembre de 2007

EL AURA

Tu sabes que yo soy bueno
lo que pasa es que ellos
me hacen ponerme el disfraz.
1

La hoja de laurel entrega sin pudor los restos de salsa y siempre se impone la misma cuestión, como la leche que se derrama igual a pesar de que bajaste el fuego de la hornalla: Cuando comenzó esta costumbre de poner cantidad impar de hojas de laurel en la salsa? Siempre más de dos nunca cuatro ni seis ni mucho menos ocho. No lo sé. Vagamente recuerdo -seguramente fue una mujer- que alguien lo dijo para siempre mientras yo miraba cocinar. Porque una mujer? Porque ellas creen en eso. La vida es demasiado compleja para dejar que las cosas se precipiten sin poner un trapo rojo colgando del paragolpes trasero por la envidia, una ristra de ajo detrás de la puerta por las dudas, no usar amarillos por la mala suerte y una lista de etc. que llega al pueblo siguiente con desvaída comodidad. He asistido en silencio a la ceremonia de mi madre con sus estampitas para que mis exámenes tengan éxito. Y así una serie de eventos, muchos de los cuales nunca tendré noticia. Ellas hacen eso con la fatalidad; se la ponen al hombro. De que se trata todo esto? No lo sé.

De todos modos las hojas de laurel siguen su recorrido impar, en todo sentido, por mis salsas y siempre soy yo el que tiene el privilegio del ultimo beso antes que se pierdan entre los restos de la comida. Cuando no hay laurel en mi casa se abolen las salsas hasta que consigo. Algún extraño ritual de búsqueda comienza por los patios y las casas de la ciudad hasta que aparecen las dichosas ramas que cuelgo con sus hojas hacia abajo para secar como corresponde y luego estibar fresco, seco y oscuro. Como corresponde.

Una bóveda de hechos recubre la existencia cuando dejamos la casa. Un escudo de lugares comunes de maximalismo pertinaz como la llovizna en otoño que fija las gentes los lugares que permanece idiótico aunque te mudes de continente y es marca de agua por no decir hierro candente entre el cuero y el cuero. No se puede vivir sin eso. Un pequeño nécessaire de hechos cristalinos y oscuros, apócrifos y testamentados pero siempre gestuales y mutando por la escena componen el de donde vengo esto soy es ese no puede ser otro la luz que deja la estrella que te estrella o te redime asume su forma y te forma para siempre.

He dicho no lo se por una cuestión de urbanidad o mejor dicho de ponderado cinismo. Todas las identidades relativas los cambios de frente el esquivo modo de la vida que tuve y tengo son el modo cantabile de la renuncia a lo heredado en defensa propia para poder regresar y hurgar entre los restos para llevarme en un dislocado beneficio de inventario lo que ahora puedo llevarme porque antes no me hubiesen dejado. Ahora y en la hora que abandonaron eso porque aparentemente nadie lo quería a salvo de los ojos que quieren lo que algunos quieren pateo el basural muevo los escombros y encuentro encuentro encuentro lo que su puta herencia de guardianes de la nada no les permitió ver por falta de referencia. De eso se trata cuando uno trata con la familia. Hecho esto salgo de noche con la luz apagada hasta pasar el bordo que supo comer camiones y tomar la larga recta del este o la más suave que se abandona como saludando la tumba de mi madre y busca el suroeste. Entonces la luz se vuelve alta y las cosas son como son. Nunca antes. La noche se estrella y hasta se puede conducir sin luz por un momento mientras se silba el tanguito impropio por ralentado por la rotura magistral de la clave. Como irse del casino ganando poco pero ganando. Por eso silbo cuando me voy. No sea cosa y se enteren.


Samuel White
live in América

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1. Héctor Tempo. El miedo en la gabeta.

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